por fernando peyrano
El episodio de censura que sufrió el periodista Nelson Castro demuestra con fuerza la ocurrencia de al menos dos hipótesis: la Argentina atraviesa por una inmadura democracia en la que no se suele reconocer, con claridad, el rol institucional de cada uno de los actores y participantes de la realidad política; y la relación algo ambivalente que une al poder con el periodismo, un vínculo en que predomina una mutua necesidad, ya que la una se alimenta de la otra, la una puede poner “en crisis” a la otra, la una no funciona sin la otra.
La libertad de prensa está consagrada, jurídicamente, por la Constitución Nacional, con lo cual, compartiría con otros preceptos la cúspide de la pirámide kelseniana; pero los formalismos de los párrafos contenidos en los artículos que hacen referencia a las garantías ciudadanas, difícilmente, en reiteradas oportunidades, son llevados a la práctica. Esto es un síntoma de que la democracia no resulta un sinónimo que sólo se corresponde con las circunstancias de concurrir un día domingo, cada dos años, a elegir a los gobernantes de turno.
La democracia, en el sentido más amplio de la palabra, equivale a lograr un sistema en el que, definitivamente, quede garantizado el cumplimiento de los derechos, en donde las instituciones jueguen un rol fuerte para permitir el mejor funcionamiento de la sociedad, quedando bien delimitadas y definidas las reglas de juego, en donde cada individuo sea conciente de los derechos que lo confortan, pero que al mismo tiempo sepa sobre las obligaciones que le ha tocado respetar.
Así, se lograría una convivencia en paz y se llevaría a la praxis el viejo adagio que hace alusión al hecho de que “la libertad de una persona llega a su fin cuando comienza la libertad de otra”; de tal manera, que cada uno conozca el ámbito en donde puede desarrollarse como tal, sin invadir el espacio y la integridad de los demás.
En este contexto, que comparado con los días del hoy se ve parecido a una especie de “utopía”, si cada uno cumpliera correctamente el rol que debe desempeñar en su campo de acción, todo sería un poco más fácil.
Lo que ocurrió con Nelson Castro se constituye como un episodio que no concuerda con los aspectos que caracterizan a ese entorno “saludable”, sino que se relaciona con un hecho que el kirchnerismo está acostumbrado a coprotagonizar con el periodismo. La salida del periodista de Radio del Plata, que hasta no hace mucho fue propiedad del conductor televisivo Marcelo Tinelli, da testimonio de que los Kirchner encabezan un gobierno que ha puesto a la luz un vínculo tenso, no relajado, con el llamado “cuarto poder”.
Radio del Plata fue adquirida por Electroingeniería, una empresa cuya actividad económica principal nada tiene que ver con el mercado de las comunicaciones, pero sí con algunas obras públicas impulsadas por el polémico “súper ministro” de Planificación Federal Julio de Vido.
De ahí provienen, entonces, las suspicacias de que en el aire de esa radioemisora se deja respirar un ambiente con un tinte K.
Un comentario que lanzó el ex conductor de la primera mañana de esa radio a sus oyentes, parece que fue el hecho que selló su destino, cuando se preguntó en voz alta la razón que llevó a que el segundo tramo de una obra –puesta en marcha por Electroingeniería- costaba un cincuenta por ciento más que la primera parte de la misma.
Este no es el primer capítulo en donde se evidencia una cierta intolerancia por parte del matrimonio presidencial. El primero y el más resonante tuvo a Jorge Lanata como figura principal, cuando quedó fuera de la pantalla chica antes de comenzar la temporada 2004, cuando América TV resolvió no renovar el contrato que lo unía a esa emisora. Luego, ese mismo canal adoptó un perfil más opositor al pasar a las manos del diputado nacional del peronismo disidente, el empresario Francisco De Narváez.
La actual época estival también está salpicada por la censura, la cual sobrevoló a partir de la decisión del canal oficial de no reproducir la presencia del vicepresidente Julio Cesar Cleto Cobos durante el festival de Jesús María. Hasta el mismo Alfredo De Angeli sufrió los embates por parte de ese medio oficialista, al no querer dejar contemplar su imagen en ese mismo evento del folklore argentino.
La censura, en ninguno de los casos encuentra una justificación que alcance para fundamentarla. Menos aún cuando proviene del mismo poder estatal, quien, una vez más, distorsiona así una de sus máximas responsabilidades: velar por el cumplimiento de los preceptos y las leyes que protegen las libertades del individuo. Entre esas libertades se encuentra la posibilidad de expresar a viva voz -siempre en un marco de respeto hacia la persona que reviste la investidura que la Constitución unge con la figura de presidente de la República- los puntos en los que se pone de manifiesto disconformidad con respecto a la marcha que va emprendiendo un gobierno, sea del signo político que fuere.
Peor aún, al querer poner silencio a un periodismo crítico que no duda en plantear sus interrogantes hacia determinados y supuestos episodios de corrupción.
Los Kirchner comparten la teoría de que el periodismo conforma algo así como un “partido político”, un espacio opositor por naturaleza y sobre el que, de acuerdo a la lectura gubernamental, se concentra uno de los pilares que pueden hacer demoler cualquier régimen –tanto es así que están convencidos de que fue uno de los grandes responsables de la caída de la presidencia de Fernando De la Rúa- Por eso su relación tan tensa o tirante, de ahí su vínculo gélido hacia referentes de algunos medios de comunicación. Esta es una de las raíces sobre las que se afirma la actitud férrea de no querer brindar ningún reportaje, aunque este comportamiento resulta quebrantado durante los últimos días de campaña electoral o en el medio del trajinar que significa una gira presidencial en cualquier rincón del mundo en donde no quedaría bien ante los ojos de la prensa internacional mostrarse indiferentes ante la labor de esos medios. También se exhibe reacia la decisión de encabezar conferencias de prensa y su vacío queda ocupado por monólogos que se tiene como función resaltar los logros de la administración y en donde no queda lugar alguno para una pregunta que ponga en crisis una determinada afirmación positiva sobre cierta política.
La paranoia que encierra el rol que puede jugar la prensa en este armado ha empujado a cooptar a periodistas que defienden a ultranza el devenir de los acontecimientos que envuelven la actividad oficialista. Este segmento, como aquel que representa la crítica, demás está decir que tiene el derecho a realizar esta actitud pero, en ciertas ocasiones, en el fragor de esa defensa, no se detienen a expresar con ímpetu sus solidaridad para los colegas que sufren el intento de acallarlos. Además, ellos mismos pueden constituirse como objeto de censura, sea quien fuere el presidente de la Nación.
Cuando se habla de estas libertades también hay que recordar el concepto de obligaciones. El periodismo, así como la clase dirigente, no conforma un coro “angelical”, libre de todo pecado y de toda culpa. En el campo de sus obligaciones figura la responsabilidad de informar, de hacer de la verdad el eje de las noticias y de promover el espíritu crítico de los receptores de la información.
Por lo tanto, estos párrafos no son parte integrante de un alegato de defensa o de protección corporativista.
Sin embargo, la censura, como se dijo anteriormente, no encuentra justificativo no sólo cuando el fin de la noticia y del análisis periodístico apunta a desplegar una crítica fundamentada y responsable de las palabras que la nutren, en este caso, de la obra de gobierno, un gobierno que ha decidido no pronunciarse públicamente respecto a este episodio particular por obvias razones.
El querer callar a alguien disconforme es un acto de barbarie. Es un acto en el que prima la intolerancia y que no tiene cabida en el régimen democrático. La libertad de prensa, al igual que otros derechos, debe ser respetada y toda vez que se quiera entorpecer, dificultar, obstruir o ahogar significa un avance del autoritarismo –que no contempla el ámbito de la discusión como medio para rebatir los argumentos que van en contra de quienes les toque circunstancialmente el ejercicio del poder- y un retroceso de la República. La sociedad debe ponerse alerta, ya que la libre voz va perdiendo, así, cada una de sus cuerdas vocales. La censura debería ser repudiada por la opinión pública toda, pero la indiferencia que, muchas veces prevalece, es todo un signo de una joven e inexperta democracia, en la cual, la condena a semejante acto sólo queda reducida a algunas palabras formales.
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