Mauro Benente*
Cuando se presenta una referencia a diciembre de 2001, casi automáticamente –pero mediante operaciones que obviamente no son automáticas sino productos de un bagaje sociocultural- se nos viene a nuestra mente la renuncia de Domingo Felipe Cavallo, los saqueos a supermercados, los cacerolazos, la huída del Presidente de la Nación en helicóptero mientras las inmediaciones de la Plaza de Mayo se manchaban de sangre. Estos y otros sucesos se reducen en nuestro universo simbólico con dos fechas: 19 y 20 de diciembre. Sin perjuicio de esto, me interesará referirme a lo sucedido el 28 de diciembre de 2001.
El viernes 28 de diciembre de 2001 suele recordarse por aquel cacerolazo nocturno con epicentro en la Plaza de Mayo que forzó la renuncia del jefe de asesores de la Jefatura de Gabinete, Carlos Grosso –quien había sido nombrado por el entonces presidente Adolfo Rodríguez Saa-. No obstante, por la tarde de aquel viernes, último día hábil judicial, se produjo un hecho bastante extraño: Una manifestación en el Palacio de Tribunales exigiendo la renuncia de todos los jueces de la Corte Suprema.
Aquella primera manifestación había sido convocada por la Asociación de Abogados Laboralistas (AAL) y luego se repitió durante numerosos jueves, aglutinando en algunas oportunidades a más de 7000 personas. La AAL había sido muy crítica de los fallos de la Corte Suprema, que gracias a la entonces denominada mayoría automática, había convalidado la política de flexibilización laboral impulsada por el gobierno del Presidente Menem. Pero además de éste, se detectaban otros dos reclamos específicos: los ahorristas deseaban que la Corte Suprema declarara inconstitucional el corralito financiero –creado por el decreto 1570/01 del Presidente Fernando De la Rúa- y la posterior pesificación de los depósitos –instaurada por el decreto 214/01 del Presidente Eduardo Duhalde- y; quienes no habían sido beneficiados con la pesificación de sus deudas –en general contraídas con escribanías privadas- reclamaban a los Jueces de la Corte Suprema ser alcanzados por tal beneficio.
Ni bien asumió a la Presidencia Carlos Menem envió un proyecto la Parlamento que, una vez transformado en ley, amplió el número de Jueces de la Corte Suprema de 5 a 9. Esta medida fue recurrentemente criticada porque se suponía que el entonces Presidente estaba creando una Corte a su medida. Detrás de esta escena, detrás de este paisaje, se esconde el mismo núcleo oculto que se sitúa por debajo del entonces reclamo de ahorristas, abogados laboralistas y deudores no pesificados. ¿Por qué un Presidente podría necesitar una Corte Suprema adicta? ¿Qué era lo que llevaba a los ahorristas atrapados por el corralito a manifestarse frente a la Corte Suprema? En las sombras de estas escenas se sitúa una función, denominada control de constitucionalidad, que permite a los Jueces declarar inconstitucional cualquier norma; anular las decisiones adoptadas por el Congreso y el Presidente. De acuerdo a nuestro sistema institucional, agentes no elegidos ni responsables políticamente ante el electorado, pueden anular las decisiones adoptadas por quienes sí son elegidos por la ciudadanía.
En las multitudinarias protestas que frente al Palacio de Justicia se desarrollaron aquel viernes 28 de diciembre y durante varias semanas –en especial los jueves- de los primeros meses del 2002, lo que se puso en jaque es el modo en el que se llevó a cabo el control de constitucionalidad y se intentaba persuadir a un determinado modo de control. Los abogados laboralitas expresaban su descontento respecto de la permisibilidad que los Jueces de la Corte habían tenido con las leyes laborales menemistas, es decir mostraban sus quejas respecto de cómo había operado el control de constitucionalidad respecto de este tipo de normas. Ahorristas atrapados por el corralito y deudores no pesificados se manifestaban en vistas a que los Jueces, en ejercicio del control de constitucionalidad, anulasen las normas que los afectaban.
Las protestas frente a la Corte Suprema llevaban consigo los límites que suelen acarrear todos los reclamos hacia los jueces. Los reclamos populares ante medidas judiciales suelen estallar ante el contenido de las medidas, pero nunca ante la condición de posibilidad de las medidas. Cuando un juez excarcela o encarcela, cuando analiza si un despido tuvo causa o fue injustificado, cuando un juez impide un aborto terapeútico, entre otras, y cuando estas disposiciones generan protestas, lo que se tiene en mira es la decisión pero nunca aparece la pregunta por la legitimidad de la decisión, de la función judicial. La crítica es: ¡El juez no debió haber condenado al inocente!, pero nunca aparece la pregunta: ¿Quién es el juez para decidir sobre la libertad de una persona? ¿Quién lo eligió? ¿Puede una persona decidir sobre la libertad de otra persona?
En aquellas protestas que se iniciaron el 28 de diciembre de 2008, la frase más pronunciada era “¡qué se vayan todos!” –en este caso los jueces- y la duda era “¿quiénes vendrían?”. Lo problemático, y lo que muestra los límites del reclamo, es que nadie se preguntaba: ¿Queremos que vengan? ¿A qué vendrían? ¿Cómo vendrían?. En estas protestas, como en muchas otras, el núcleo duro de los conflictos ha quedado. No ha cuestionamientos a la legitimidad de la actividad judicial como tal, sino a sus productos específicos, es decir a las sentencias. Tal vez esto no sea un problema, no lo sé, pero de lo que estoy seguro, es que nos perdimos una oportunidad para discutirlo.
* Estudiante de las carreras de Abogacía y de Ciencias Políticas (UBA). Becario UBACyT (categoría estímulo). Secretario de Redacción de la Revista Lecciones y Ensayos y miembro de la Revista Derecho y Barbarie. Contacto: maurobenente@yahoo.com
Cuando se presenta una referencia a diciembre de 2001, casi automáticamente –pero mediante operaciones que obviamente no son automáticas sino productos de un bagaje sociocultural- se nos viene a nuestra mente la renuncia de Domingo Felipe Cavallo, los saqueos a supermercados, los cacerolazos, la huída del Presidente de la Nación en helicóptero mientras las inmediaciones de la Plaza de Mayo se manchaban de sangre. Estos y otros sucesos se reducen en nuestro universo simbólico con dos fechas: 19 y 20 de diciembre. Sin perjuicio de esto, me interesará referirme a lo sucedido el 28 de diciembre de 2001.
El viernes 28 de diciembre de 2001 suele recordarse por aquel cacerolazo nocturno con epicentro en la Plaza de Mayo que forzó la renuncia del jefe de asesores de la Jefatura de Gabinete, Carlos Grosso –quien había sido nombrado por el entonces presidente Adolfo Rodríguez Saa-. No obstante, por la tarde de aquel viernes, último día hábil judicial, se produjo un hecho bastante extraño: Una manifestación en el Palacio de Tribunales exigiendo la renuncia de todos los jueces de la Corte Suprema.
Aquella primera manifestación había sido convocada por la Asociación de Abogados Laboralistas (AAL) y luego se repitió durante numerosos jueves, aglutinando en algunas oportunidades a más de 7000 personas. La AAL había sido muy crítica de los fallos de la Corte Suprema, que gracias a la entonces denominada mayoría automática, había convalidado la política de flexibilización laboral impulsada por el gobierno del Presidente Menem. Pero además de éste, se detectaban otros dos reclamos específicos: los ahorristas deseaban que la Corte Suprema declarara inconstitucional el corralito financiero –creado por el decreto 1570/01 del Presidente Fernando De la Rúa- y la posterior pesificación de los depósitos –instaurada por el decreto 214/01 del Presidente Eduardo Duhalde- y; quienes no habían sido beneficiados con la pesificación de sus deudas –en general contraídas con escribanías privadas- reclamaban a los Jueces de la Corte Suprema ser alcanzados por tal beneficio.
Ni bien asumió a la Presidencia Carlos Menem envió un proyecto la Parlamento que, una vez transformado en ley, amplió el número de Jueces de la Corte Suprema de 5 a 9. Esta medida fue recurrentemente criticada porque se suponía que el entonces Presidente estaba creando una Corte a su medida. Detrás de esta escena, detrás de este paisaje, se esconde el mismo núcleo oculto que se sitúa por debajo del entonces reclamo de ahorristas, abogados laboralistas y deudores no pesificados. ¿Por qué un Presidente podría necesitar una Corte Suprema adicta? ¿Qué era lo que llevaba a los ahorristas atrapados por el corralito a manifestarse frente a la Corte Suprema? En las sombras de estas escenas se sitúa una función, denominada control de constitucionalidad, que permite a los Jueces declarar inconstitucional cualquier norma; anular las decisiones adoptadas por el Congreso y el Presidente. De acuerdo a nuestro sistema institucional, agentes no elegidos ni responsables políticamente ante el electorado, pueden anular las decisiones adoptadas por quienes sí son elegidos por la ciudadanía.
En las multitudinarias protestas que frente al Palacio de Justicia se desarrollaron aquel viernes 28 de diciembre y durante varias semanas –en especial los jueves- de los primeros meses del 2002, lo que se puso en jaque es el modo en el que se llevó a cabo el control de constitucionalidad y se intentaba persuadir a un determinado modo de control. Los abogados laboralitas expresaban su descontento respecto de la permisibilidad que los Jueces de la Corte habían tenido con las leyes laborales menemistas, es decir mostraban sus quejas respecto de cómo había operado el control de constitucionalidad respecto de este tipo de normas. Ahorristas atrapados por el corralito y deudores no pesificados se manifestaban en vistas a que los Jueces, en ejercicio del control de constitucionalidad, anulasen las normas que los afectaban.
Las protestas frente a la Corte Suprema llevaban consigo los límites que suelen acarrear todos los reclamos hacia los jueces. Los reclamos populares ante medidas judiciales suelen estallar ante el contenido de las medidas, pero nunca ante la condición de posibilidad de las medidas. Cuando un juez excarcela o encarcela, cuando analiza si un despido tuvo causa o fue injustificado, cuando un juez impide un aborto terapeútico, entre otras, y cuando estas disposiciones generan protestas, lo que se tiene en mira es la decisión pero nunca aparece la pregunta por la legitimidad de la decisión, de la función judicial. La crítica es: ¡El juez no debió haber condenado al inocente!, pero nunca aparece la pregunta: ¿Quién es el juez para decidir sobre la libertad de una persona? ¿Quién lo eligió? ¿Puede una persona decidir sobre la libertad de otra persona?
En aquellas protestas que se iniciaron el 28 de diciembre de 2008, la frase más pronunciada era “¡qué se vayan todos!” –en este caso los jueces- y la duda era “¿quiénes vendrían?”. Lo problemático, y lo que muestra los límites del reclamo, es que nadie se preguntaba: ¿Queremos que vengan? ¿A qué vendrían? ¿Cómo vendrían?. En estas protestas, como en muchas otras, el núcleo duro de los conflictos ha quedado. No ha cuestionamientos a la legitimidad de la actividad judicial como tal, sino a sus productos específicos, es decir a las sentencias. Tal vez esto no sea un problema, no lo sé, pero de lo que estoy seguro, es que nos perdimos una oportunidad para discutirlo.
* Estudiante de las carreras de Abogacía y de Ciencias Políticas (UBA). Becario UBACyT (categoría estímulo). Secretario de Redacción de la Revista Lecciones y Ensayos y miembro de la Revista Derecho y Barbarie. Contacto: maurobenente@yahoo.com
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